LOS INADAPTADOS DE SIEMPRE

SEBASTIÁN GARCÍA
6 min readAug 6, 2020

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En tiempos de Skype, Zoom y WhatsApp, todavía hay gente que comete la osadía de llamar por teléfono sin antes consultar. Casi un atentado a la privacidad.

Corría el año 1854 cuando el italiano Antonio Meucci, un ingeniero mecánico e industrial nacido en Florencia y radicado en los Estados Unidos, inventó el teléfono. Lo hizo por una necesidad familiar. Quería conectar su oficina, ubicada en la planta baja de su casa en Nueva York, con el dormitorio, que estaba en el segundo piso de la vivienda y donde su esposa, Ester, pasaba sus días postrada en la cama a raíz de una enfermedad reumática.

Meucci no contaba con el dinero suficiente para patentar el invento y solo pudo iniciar los trámites preliminares, que le otorgaban una custodia provisoria. Pero en 1876 se enteró de que un tal Alexander Graham Bell había registrado un aparato llamado “telégrafo parlante” y entonces cayó en la cuenta de que había sido estafado.

A partir de allí inició una batalla judicial contra la poderosa Bell Telephone Company — actualmente el gigante de las comunicaciones AT&T — que no tuvo un final feliz. Meucci murió en 1889, solo y en la pobreza, y tuvo que pasar más de un siglo para que la Cámara de Representantes de los Estados Unidos lo reconociera, en 2002, como el auténtico creador del teléfono.

La invención de este aparato significó una verdadera revolución para la humanidad. Hasta ese momento, las personas se comunicaban a través de la correspondencia escrita o el telégrafo.

Los teléfonos arribaron a la Argentina en 1881, durante la primera presidencia de Julio Roca. Se trataba por entonces de una tecnología orientada a la actividad comercial y a satisfacer los usos sociales de las clases más acomodadas.

Fue The United River Plate Telephone Company (Unión Telefónica del Río de la Plata), de capitales británicos, la empresa que concentró casi todo el mercado hasta 1948, cuando Juan Domingo Perón nacionalizó el servicio y fundó Teléfonos del Estado, posteriormente rebautizada ENTel (Empresa Nacional de Teléfonos) por la Revolución Libertadora, en 1956.

Unas décadas después, el servicio telefónico volvió a manos privadas. Con María Julia Alsogaray a la cabeza, el gobierno de Carlos Saúl Menem les entregó el negocio a la francesa Telecom y a la española Telefónica, en 1990, dando comienzo a una nueva revolución en materia de telecomunicaciones.

Durante la década menemista, los argentinos fuimos testigos de cómo los teléfonos pasaron de tener un disco numerado al que había que hacerlo girar para realizar la llamada, a ser inalámbricos y con teclas luminosas. De los públicos de color naranja que andaban con cospeles, a los celestes y grises que funcionaban con monedas o tarjeta. De esperar un año o dos a que te lo vengan a conectar, a que te lo instalen en menos de una semana.

La coyuntura parió productos culturales tales como la telenovela “Una voz en el teléfono” o el programa de TV “Hola, Susana”, y perlas publicitarias como “La llama que llama” o aquella en la que un gaucho mapuche de Clemente Onelli, un paraje remoto de la Patagonia devenido en pueblo fantasma tras el cierre del ferrocarril, decía: “¡Hola, Vieja! ¿A que no sabés de dónde te estoy llamando?”.

Aunque arrancó mucho antes con sus trapisondas, los ’90 significaron también el salto a la fama del Dr. Tangalanga, aquel personaje que se hizo conocido por grabar bromas telefónicas en cassettes vírgenes para luego hacerlas circular entre sus amigos y conocidos.

Mezclando un lenguaje elegante con palabras un tanto soeces, y utilizando otros seudónimos tales como Tarufeti, Rigatuzzo, Gandolfi, Rabufetti, Rocatagliata o Licenciado Varela, las jodas de Tangalanga se diseminaron a toda velocidad gracias a los radiograbadores doble cassettera de la época, cuando la palabra “viralización” ni siquiera existía.

Aquel aparato de plástico enchufado a la pared solía usarse para todo. Para hablar con los amigos o con la novia, para pedir pizza, helado, un turno con el odontólogo… lo que fuese. Y cuando a fin de mes el cartero dejaba el sobre con celofán que contenía la factura, se nos erizaba la piel. El pulso telefónico era algo muy caro, casi un bien de lujo.

Con los años, le fuimos anexando diferentes accesorios: el candadito al disco, para economizar; el fax, para enviar y recibir textos o imágenes; el contestador automático, que permitía a quien llamaba dejar un mensaje grabado cuando no había nadie en casa; el caller ID, que nos posibilitaba saber quién nos estaba llamando antes de atender, o el modem dial-up, para conectarnos a Internet en tiempos de prehistoria digital.

Y, de aquellos polvos, estos lodos...

Llegó el 2000, el año en que creíamos que los autos iban a volar, aunque nada de eso ocurrió. La telefonía celular comenzó a ganar terreno y del ladrillo Motorola pasamos al StarTAC y al Nokia 1100, teléfonos mucho más pequeños y livianos — pesaban 100 gramos — que se podían llevar en el bolsillo. Pero hablar seguía siendo caro. Y enviar mensajes SMS, también.

Fue a partir de 2007, con el arribo de los primeros smartphones, el momento en que realmente se empezó a pudrir todo. Cuando quisimos reaccionar, de repente teníamos en la palma de la mano una mini computadora conectada a Internet las 24 horas del día que nos permitía navegar, chequear mails, mirar videos en YouTube o series en Netflix, escuchar música en Spotify, postear fotos en Facebook, Twitter o Instagram y mantener múltiples conversaciones vía WhatsApp, exprimiendo nuestro cerebro hasta dejarlo seco como una pasa de uva.

Casi sin darnos cuenta, en los últimos diez años el smartphone se llevó puesto al reloj pulsera, al despertador, a la agenda, a los anotadores, a la cámara de fotos, a la grabadora de video, al diccionario, a los diarios y revistas, a la radio, a la tele, a la Guía Filcar, a los imanes que teníamos pegados en la heladera para pedir comida a domicilio, un flete, un taxi o un remise… Y también al teléfono. Pero no solo al teléfono entendido como un mero objeto, sino al ritual que significaba hablar por teléfono. Es decir, sentarse en un sillón, marcar el número de fulano o mengano y hablar, literalmente, por teléfono. No se hace más. No se estila. Y hasta puede ser considerado un exceso de confianza.

Ahora que hablar es gratis — o casi — , a muy pocos les interesa hacerlo. La mayoría de la gente prefiere chatear, enviar audios o realizar videollamadas.

Llamar a un amigo por teléfono resulta invasivo. Casi un atentado a su privacidad. Para llamar hay que pedir permiso, acordarlo con anticipación: “Hola! Te puedo llamar??”. Y si nuestro teléfono suena de la nada, ya sabemos que lo más probable es que sea una locución grabada que nos anunciará que nos ganamos un auto 0km, u otra que nos propondrá realizarnos una encuesta, o un hermano latinoamericano que nos ofrecerá pasarnos de compañía móvil por un costo inferior al que estamos pagando. Porque, obviamente, ¿quién va a ser tan desubicado de llamarnos por teléfono sin antes avisar?

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SEBASTIÁN GARCÍA

Periodista desde 1998 / C5N, Baires News, Redacción Política, FOX Sports, Canal 9, Infobae, Sitio Oficial del Club Atlético Boca Juniors, Supergol y Olé.